Hoy escribo sobre las cabinas telefónicas, aquel gran invento que permitía usar el teléfono estando fuera de casa. “Como un móvil”, diréis. Pues te callas la boca. Era mucho mejor que un móvil. Una cabina telefónica permitía hablar al resguardo del frío y la lluvia, era vestuario de superhéroes, escenario de películas, además de un sufrido blanco natural para los petardos durante las Fallas. Pero al mismo tiempo las cabinas también tenían un lado oscuro que nos hacía odiarlas y mutilarlas: nunca dieron el cambio. Y mira que no es algo muy difícil, que hasta el conductor del autobús lo hace bien casi la mitad de las veces ¡y sin calculadora! Pero nada, tú metías tus veinte duracos, te saltaba el contestador y ya te había jodido la pasta. Entonces colgabas el teléfono, pero lo colgabas muy fuerte, como si dijeras, “Te has tragado la pasta, pero la hostia te la llevas”. A la semana siguiente, cuando pasabas y veías el cristal roto y el cable cortado pensabas: “Por fin alguien te ha dado lo que merecías, perra”.
Por cierto ¿por qué metíamos siempre la mano en el cajoncito del cambio para ver si el de antes se había dejado algo? ¿Qué pensábamos, que el de antes era tonto? ¿Alguien en el mundo sacó alguna vez una moneda? Un auténtico misterio.